2017
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Cromwell, el cajero
generoso
Publicado: 1
octubre 2008 en Juan Manuel Robles
Etiquetas: Banca,
Cromwell Gálvez, Gatopardo, Perú, Perfil 11
El protagonista de
esta historia me jodió la tarde. Él no lo recuerda, fue hace tiempo. La única
vez que lo visité en la céntrica prisión en la que lo encerraron, Cromwell
Gálvez huyó de mí y se apresuró a decir que no hablaba con la prensa. Le habían
quitado la libertad pero la fama insistía en quedársele, no podía sacársela de
encima ni dentro de los cuatro muros de una celda. Cromwell, el hombre que
había robado un banco durante años sólo para poder acostarse con las vedettes
más deseables de Lima, estaba finalmente preso y las carátulas de los diarios
populares seguían poniendo su fotografía junto a letras grandes multicolores.
Yo había dado su nombre en la entrada del penal diciendo que era su amigo,
arriesgándome a lo que a veces nos arriesgamos los reporteros: a que la persona
que buscas te reciba mal.
Había guardado la
esperanza de que adentro podría manejar la situación portándome cortés, pero
Cromwell Gálvez se mostró nerviosamente hostil y me dijo que sólo recibía a
familiares. No fue lo único que hizo. Se quejó ante los guardias del penal y
ellos le hicieron caso: me detuvieron y me castigaron dejándome cuatro horas
encerrado por gracioso. No hay nada que moleste más a un uniformado que un
periodista que se hace pasar por otra cosa. Mientras un efectivo de traje plomo
tomaba mis declaraciones en la comisaría del penal, pude ver, a través de la
abertura de la puerta, la imagen del interno Cromwell Gálvez hablándole a otro
oficial. Asomaban sus ademanes de queja, los ojos molestos, cierta indignación
bajo el pelo grasiento. ¿Es que cualquier periodista entra aquí como si nada?
El oficial hacía gesto de mea culpa. Era fácil entender que el interno tenía
cierta clase de cercanía con él, cierta llegada o conexión que atenuaba la
frontera típica que hay entre un preso y su celador. Años más tarde entendería
que el motivo de tanta amabilidad era inocente: esos oficiales eran los mismos
que, un día, le habían pedido al nuevo y simpático recluso Cromwell Gálvez que
les contara eso. Eso de las vedettes.
Y Cromwell,
sonriente, les había empezado a contar la historia que lo ha hecho famoso. La
de las chicas. De cómo robar un banco durante cinco años sin que nadie se dé
cuenta con el único móvil de inaugurar una nueva modalidad criminal: robo por
fantasía. Disparar billetes como ráfagas y así preparar orgías suculentas. Un
día eres un correcto empleado bancario y al día siguiente una sorpresa
electrónica de cinco cifras en la pantalla de la computadora cambia tu vida.
Luego tienes dinero. Lo gastas, lo prestas, ayudas a la gente, eres bueno, te
quieren. Te acuestas con ellas, con todas las que imaginaste. Te diviertes como
un chancho. Luego te descubren, todo se va a la mierda y sales en la prensa. En
primera plana. Una historia suficientemente poderosa como para tener de qué
hablar de por vida, o, al menos, para hacer nuevos amigos en cualquier parte,
incluso en la cárcel donde te encierran y donde un periodista faltoso te busca
en pleno domingo familiar. Cromwell le dio la mano al uniformado y subió a su
celda. Los oficiales me dejaron salir del centro penitenciario recién a las
nueve de la noche, dándome la cariñosa recomendación de no regresar por allí. Un
fuerte ruido, el ruido universal del portón de hierro de una prisión
cerrándose, fue la señal de que ya estaba en la calle. Anoté en la libreta una
frase que entonces se me hizo urgente: “Mientras escribo esta historia,
Cromwell Gálvez se acostumbra a la cárcel”. Pasarían años antes de volver a
verlo.
Sobre la mesa, dos
manos hacen la mímica de contar con los dedos un fajo imaginario de billetes.
Los dedos anular y medio de cada mano se mueven como acariciando el aire, tan
rápido que parecen las alas de un colibrí: la carne no es carne sino un
holograma traslúcido. ¿Cuántos billetes por segundo puede contar un cajero?
Cromwell Gálvez descansa las manos para pensar un momento. No está seguro de la
respuesta, pero me dice que todo es cuestión de práctica. También dice que los
dedos índices se usan para verificar al vuelo que cada billete sea genuino.
Vuelve a hacer el movimiento otra vez y me indica la forma correcta de
conseguirlo. El ex funcionario del banco lleva una camisa blanca. Luce flaco y,
si el lector levanta la mirada –y deja que las manos sigan jugando a contar
billetes invisibles–, verá que en sus ojos se adivina cierta paz, la paz
nostálgica usual en los que empiezan de nuevo tras una catástrofe. Cromwell
Gálvez está libre. Cumplió su reclusión por hurto agravado y apropiación
ilícita. Ahora lo visito en el estudio de su abogado defensor, el lugar donde
le han dado un trabajo temporal digitando escritos en una pantalla. Pasé todo
el día pensando en la posibilidad de que él tuviera algún resentimiento contra
mí por violar su privacidad, hace tres años. Pero ya no me recuerda. Al menos,
no con nitidez.
—No sé de dónde te
he visto antes, flaco –me dijo al entrar en la sala, tratando de hacer memoria
achicando sus intrigados ojos como quien enfoca algo. Salí al paso:
—¿A mí?, lo dudo.
Bueno, pero yo sí sé de donde te he visto.
Para él es difícil
hacer memoria. Para mí no. He visto a este hombre desnudo y él lo sabe. El 29
de julio de 2003, un día después de las Fiestas Patrias peruanas, el ex funcionario
bancario Cromwell Gálvez llegó al clímax de la popularidad mediática. Esa
noche, un programa de televisión difundió en vivo y en directo un video casero
en el que Cromwell aparecía en la cama con Eva María Abad, una pulposa vedette
de moda a quien él había beneficiado con 10 mil dólares en una cuenta bancaria.
El hombre se había quitado la ropa y ahora desnudaba a la mujer. Un tercer
sujeto, apodado Coyote, completaba el trío. Todos la pasaban bien. El material
fílmico probaba lo que ya era un secreto a voces: que las mujeres que habían
recibido abonos ilícitos en sus cuentas bancarias correspondieron la
generosidad de Cromwell con sexo. Semanas más tarde, el ex cajero se entregó
finalmente a la policía y engrosó aún más la larga lista de portadas que los
tabloides habían publicado en su honor.
Cromwell Gálvez no
es un hombre guapo. Sus ojos caídos evidencian cierta inseguridad antigua y el
hecho de que su labio superior sobresalga cuando cierra la boca –como el
personaje de Ungenio de Condorito– contribuye a darle un aspecto carente de
audacia y seguridad, acentuado por esa raya al costado que usó desde tiempos
inmemoriales. De ahí que la prensa haya vendido fácilmente la imagen del feo
sin talento que desfalcó un banco para resolver con plata sus problemas de
seducción. Pero la cosa es más compleja. Hay algo sinceramente atractivo en la
forma de ser de Cromwell: un tipo campechano, ameno, transparente, sin poses ni
ínfulas, que ama a las mujeres como quien ama el mar, o sea, de forma natural y
embelesada, sin detenerse a pensar en los riesgos de los oleajes tormentosos.
Se trata de un hombre que irradia vibraciones positivas, de esos con los que te
dan ganas de ir pronto a beber alcohol o a jugar un partido de fútbol. No es
broma. Bastan pocos días para darte cuenta de que Cromwell Gálvez se lleva bien
con todo el mundo, que nunca dejó de ser el punto medio entre el nerd y el vivo
de un salón de clases. El perfil del hombre generoso con la casi extinta
cualidad de lograr que cada favor parezca desinteresado y sincero, inofensivo.
El amigo perfecto.
Pero volvamos a la
oficina donde ha decidido mostrarme la minuciosa artesanía de contar billetes.
Cromwell confiesa tener mucho tiempo libre. La calle es dura cuando dejas la
prisión, así que se ha propuesto capitalizar la experiencia vivida. Negocia con
una productora los derechos de una serie de televisión sobre su vida. Está en
conversaciones con un director de cine para llevar a la pantalla ese cúmulo de
noches locas y excesos que ha sido la fracción de su existencia que nos
compete. Evalúa propuestas de editores para la publicación su libro biográfico.
Recién salido de prisión, un amigo suyo sacó un diario tabloide llamado El
Mañanero de Cromwell. En cada edición, el ex presidiario contaba los detalles de
sus relaciones íntimas con vedettes: historias edificantes para el hombre de a
pie. A estas alturas, él conoce bien los atractivos de su historia, siempre
sabe cómo endulzar el relato y es consciente también de la regla de todo
narrador de cuentos: guardarse un capítulo para después. No importa todo lo que
escuches, él siempre habrá callado algo. Al ex funcionario le gustan los
relatos. En la cárcel, acostumbraba ver películas en DVD. Recuerda con especial
afecto Una mente brillante, la del matemático que se vuelve esquizofrénico y ve
apariciones. Le pregunto qué libros leyó en tanto tiempo de encierro.
—No, la verdad no
soy mucho de libros. Siempre me gustaron más los números.
El juego se llamaba
TODI y al funcionario del Banco Continental le encantaba encerrarse con los
amigos y las chicas a jugarlo. Siempre tuvo una afición por los dados, esos
cubitos–ruleta que ofrecían las mismas probabilidades que el tambor de un
revólver. Toma, obliga, derecha, izquierda: TODI. El juego consistía en lanzar
el dado y, según la correspondencia numérica, hacer que los otros tomaran. Si
te salía °, tomabas tú; si te salía ° °, obligabas a tomar quien quisieras. Si
te tocaba el ° ° °, el que estaba a tu derecha debía coger el vaso. Cromwell
debía estar bien abastecido de cerveza en tales ocasiones. Y para eso estaba
Jorge Córdova, su leal sirviente, a quien había apodado Coyote por la afanosa
celeridad con la que recorría hasta la punta de cualquier cerro para cumplir
una encomienda. Jugar TODI sólo tenía gracia cuando había chicas ahí. Era un
entremés, una distracción antes del momento de rendirse a los instintos. Él y
sus amigos se reunían en un departamento cercano a la agencia bancaria, un piso
que él le pagaba a Jorge con la condición de poder convertirlo, cuando le diera
la gana, en su cuchitril orgiástico. Había un dormitorio, y en él dormitorio
una cama, y en la cama una frazada de leopardos tejidos. En ese cuarto
–recuerda nuestro hombre– se vivieron sesiones inolvidables con las vedettes.
Cuando saltó el escándalo, todas negaron haber estado allí. Pero Eva María Abad
tuvo mala suerte: un video casero la desmintió a nivel nacional.
Las chicas que
Cromwell recuerda en esa habitación eran populares. Podías encontrar
fotografías de sus traseros en cualquier kiosco, dando una ilusión de volumen y
3D a las planas portadas de los tabloides. Estaban de moda, salían en la tele.
En la página web de Eva María Abad aparecía, luminosa, una promesa feliz: “En
cuestión de minutos transformo toda la noche en una bomba de gran diversión”.
Al estudiante de
ingeniería Cromwell Gálvez siempre le gustaron los números. Ingresó a trabajar
en el Banco Continental de Lima el lunes 27 de junio de 1988. Tenía veintiún
años. Había sorteado satisfactoriamente un riguroso proceso de selección: de
cien postulantes quedaron cuarenta; de cuarenta, veinte; de veinte, tres. Dos
afuera, él adentro. No fue una sorpresa. Cromwell no era un chico disperso en
clases ni trajo nunca mayores complicaciones a casa. Estuvo entre los seis
mejores alumnos de su promoción de colegio, y siempre dedicó su tiempo libre a
los deportes: preselección de fútbol, selección de básquet. Dice que sólo
abordaba a una chica si tenía la seguridad de que ella iba a corresponderle: la
coartada típica de los tímidos. El banco buscaba un tipo de ese perfil, y
encontró en Cromwell un chico empeñoso y con ambición, vocación de trabajo y
disposición a aprender. Las cosas le fueron bien desde el comienzo. Los
tejedores de imágenes suelen hacernos ver la función de un empleado bancario
como una de las cosas más aburridas y mecánicas que existen. Pero Cromwell dice
que nunca hizo nada que lo divirtiera tanto.
—Para mí era un
juego trabajar en caja.Trataba de pasarla bien. Era el cajero que más encargos
hacía dentro de la oficina.
—¿Encargos?
—Me refiero a
tareas adicionales a atender la ventanilla. No todos tienen la capacidad de
hacer encargos. Cualquiera se raya. O cierran la ventanilla para recién atender
un encargo. Yo no.
Cromwell Gálvez
describe su cerebro como una máquina compleja capaz de concentrarse en tres
cosas al mismo tiempo. Mueve los dedos de la mano derecha y recuerda el tablero
numérico en el que acostumbraba a hacer sumas y restas mientras su cabeza
miraba a otro lado. No tiene ninguna duda de que sus destrezas lo iban a llevar
lejos en el banco. Su carrera iba en ascenso. En 1993, fue transferido a la
oficina del aeropuerto. Empezar a trabajar allí era visto en el banco como una
promoción, un privilegio reservado a los mejores empleados. En 1996, fue
ascendido a Cajero Back. Un año más tarde, pasa a ser Jefe de Atención al
Cliente y en 1998 asume como Jefe de Gestión Operativa. Todo iba bien, hasta el
día en que Cromwell recuerda haber recibido una sorpresa de cinco dígitos
destinada a embarrar para siempre el herrumbroso túnel de su biografía.
Fue una tarde de
verano. Al cerrar las cuentas de la agencia, aparecieron 30 mil dólares de más
en la pantalla. Cromwell se extraña. Hace llamadas, le dicen que eso es
imposible, que todo ha sido cuadrado normalmente. Duda. Deja pasar los días.
Vuelve a dudar. Y entonces ocurre: decide coger los 30 mil dólares y para
camuflarlos hace un abono en una cuenta bancaria de su madre, doña Rebeca
Florián. Piensa que tomará sólo mil dólares. Pero pensar eso es como cuando le
dices a un amigo que sólo tomarán un par de cervezas. En cuestión de meses,
Cromwell se ha gastado todo el dinero. Un año después de que la extraña cifra
llegase para perturbarle la vida, le informan lo que se temía, que hay un saldo
negativo de 30 mil dólares en la central. Ooops. Para evitarse problemas, el
funcionario extrae 30 mil dólares de la caja y los envía a la persona que lo
está molestando. ¿Listo? No, ahora hay un forado virtual de 30 mil dólares en
Caja. Cromwell trata de calmarse. Ha trabajado diez años en el banco, es jefe
de Gestión Operativa, y es experto en resolver problemas con números que no
encajan. Así que decide actuar. Se pone a jugar con los casilleros virtuales.
En todo banco hay una cuenta virtual llamada Caja, pero además hay otros
casilleros virtuales internos. Uno se llama Teleproceso y el otro, Remesas
Interoficinas. Estas dos últimas cuentas suelen estar en movimiento permanente,
pues corresponden a transacciones diversas y constantes de montos virtuales.
Cromwell Gálvez pensó: “¿Qué pasa si saco 30 mil dólares de Teleproceso y los
abono en Caja?”. Así lo hizo. Como por arte de magia, la caja estaba nuevamente
en orden: los 30 mil dólares habían vuelto. Ahora el hueco estaba en
Teleproceso. No podía dejar pasar demasiado tiempo. Decidió entonces sacar 30
mil dólares de Remesas Interoficinas para cubrir el forado de Teleproceso. ¿Qué
hacía ahora con el hueco de Remesas Interoficinas?, ¿es que iba a buscar otra
cuenta interna de donde sacar 30 mil dólares y luego otra y otra y así hasta el
infinito? No.
—Lo que pasa es que
Teleprocesos es una cuenta “bachera”.
—…
—Es decir, una
cuenta que se refleja al día siguiente, a diferencia de Remesas Interoficina.
—¿O sea?
O sea que cuando
vinieran a hacer el control verían la información del día anterior de Teleprocesos.
No importaba lo que hiciese, la cuenta aparentaría estar saldada. ¿Y Remesas
Interoficinas? ¿No había quedado un hueco allí? Sí, pero Cromwell Gálvez se
levantaría muy temprano, y llenaría el hueco de Remesas Interoficinas dejando
un forado en Teleproceso. Y no importaba hacer un forado en Teleprocesos,
porque el reporte que se vería en pantalla correspondería al día anterior: era
una cuenta “bachera”. En cambio, Remesas Interoficina mostraba su reporte en
línea. Esta diferencia de un día en el reporte de ambas fue fundamental. El
resultado: Caja, Remesas Interoficina y Teleprocesos aparecían sin
irregularidades. Naturalmente, por la noche Cromwell debía volver a cubrir el
hueco que había dejado en Teleproceso por la mañana, para que el reporte del
día siguiente muestre la cuenta en orden. Y la mañana siguiente tendría, otra
vez, que hacer un forado en Teleproceso para cubrir Remesas Interoficina.Y así
sucesivamente. Cromwell debió pensar más que nunca que trabajar en un banco era
un juego.
La explicación del
modus operandi es complicada, así que aquí va la versión preescolar. Tienes dos
casilleros. En cada uno guardas un fajo de mil dólares que no es tuyo. Cada
día, viene un inspector a abrir los casilleros y verificar que el dinero esté
allí. Dos mil dólares en total ¿Pero qué pasa si el inspector decide un día que
ya no revisará los casilleros al mismo tiempo sino que a las 10 a.m. revisará
uno y las 6 p.m. el otro? Si eres honesto, no pasa nada. Pero también puedes
hacer esto: coges mil dólares, te los tiras, y luego rotas el fajo de mil
dólares de uno a otro casillero, todos los días, religiosamente, sin falta. ¿Es
posible pasar mucho tiempo así? Cromwell Gálvez vivió en ese plan cinco años de
su vida. En todo ese lapso, sus vacaciones eran raras: los compañeros lo veían
visitar la oficina, brevemente, por la mañana y por la noche.
El descubrimiento
fue maravilloso para él. Si podía camuflar electrónicamente un hueco de 30 mil
dólares, nada le impedía hacer lo mismo con una cifra más elevada. Lo único que
había que hacer era teclear los números que se le antojasen. Tenía el método,
de ahí en adelante, el cielo era el límite.
El hombre que traga
un sándwich de chorizo delante de mí sustrajo unos dos millones de dólares del
banco en el que trabajaba. Lo hizo durante cinco años, sin que nadie se diera
cuenta, mediante transferencias ilícitas ejecutadas con destreza y precisión.
El dinero le servía para gustos mundanos: nigth clubs costosos, un equipo de
fútbol amateur propio, una orquesta, karaokes, ternos, pero sobre todas las
cosas, para llevar a la cama a las vedettes más cotizadas, jugar a
disfrutarlas, hacer que bailaran y movieran los tacos al sudoroso ritmo de un
buen fajo de billetes, ensayar con ellas muchas posiciones y grabarlas con una
cámara de video, por si algún día, de viejo, en esa ciénaga temblorosa que –lo
intuía– iba a ser el futuro, le daban ganas de recordarlas.
—El banco me
preparó muy bien, eso no lo puedo negar. Hay gente que no aprovecha los
momentos que el banco te da para que aprendas. Yo sí lo hice.
Eso dice Cromwell
con la boca llena, y con una mirada parsimoniosa recorre en dos segundos los
casi siete años que han pasado desde la fecha en que el expediente policial
registra su primera transacción ilícita, la primera de 376. Es la tercera vez
que me encuentro con él y mi libreta de apuntes se ha llenado de dibujitos para
entender bien sus transacciones. Hemos decidido venir al Prince Pub Karaoke, un
lugar que le trae muchos recuerdos de sus días de gloria. Él no había vuelto
aquí desde antes de entrar a la cárcel, a pesar de que el local se halla a
pocas cuadras de su domicilio. Este barrio no queda muy lejos de aeropuerto. Es
aquí donde Gálvez creció, un sitio de clase media que, visto desde el cielo, es
dominado por la presencia elefantiásica de los campos verdes de una universidad
y del parque zoológico. A comienzos de los años noventa, la caótica
liberalización económica y el shock de inversiones comenzaron a verse, quizá
más que en ningún otro lugar de Lima, en esta zona. La avenida principal, La Marina,
empezó a poblarse de centros comerciales, KFC, McDonald’s, pollos a la brasa,
casinos luminosos, discotecas, y karaokes, night clubs y los consiguientes
hostales de paso. Todo un culto al goce efímero, a la paz recobrada, al libre
mercado, porque el libre mercado en América Latina siempre viene en forma de
neón.
—Esto está gigantesco.
¿No quieres la mitad?
Cromwell es un
hombre solidario, desprendido, servicial. Una vez que supo cómo sacar dinero,
comenzó a prestarlo. Transfirió su generosidad natural al ámbito de la
actividad delictiva. Durante los primeros dos años, creyó con sinceridad que
todo estaba bajo control. Su idea era utilizar sus nuevas facultades para hacer
préstamos y cobrar comisiones por ello. Algún día –pensaba– iría saldando el monto
debido y podría olvidarse de todo, voltear la página y seguir su carrera
ascendente, pues incluso hoy, mientras come la mitad de un sándwich, está
convencido de que él iba a llegar lejos. Muy lejos.
El empleado
bancario no era bueno. Era magnífico. ¿Tenías un problema?, ¿necesitabas ayuda?
Cromwell Gálvez hacía un depósito en tu cuenta en menos de 24 horas, sin firmar
papeles ni atar tu preciado cuello a las fauces de ese monstruo que es el
sistema bancario. No te preocupes, yo te voy a poner la plata. Págame cuando
puedas, hermano. Para eso estamos. Si eras chica, mucho mejor. Su fama fue
creciendo. Su atractivo con las mujeres llegó a niveles inéditos. Un coreógrafo
del mundo de las vedettes dice que hubo quienes ofrecían dinero sólo por que
les presentaran al misterioso Cholo Cromwell, ángel benefactor en mangas de
camisa. Tuvo poder. Cumplió sus deseos de diversión. Las mujeres no eran
mujeres, eran moscas atraídas por los dólares-azúcar. Él era el rey. El Romeo
de Chollywood. Podían ser las tres de la mañana, pero si él las llamaba por el
celular, las chicas tenían que ir. “Cuando tú tienes un poder y te rodeas de
gente guapa, te sientes el rey del mundo”, dice. Todas llegaban: sabían que si
no le hacían caso, perdían sus privilegios y quedaban fuera. Y era en el mismo
karaoke donde ahora tomamos una cerveza –el sándwich de chorizo procesándose en
nuestros estómagos– donde solían reunirse todos para cantar y ponerse alegres.
Ellas hacían la vida más ligera. Ellas eran el mejor deporte, el único capaz de
acabar con la afición de jugar futbol los fines de semana.
Pero ellas también
fueron su perdición.
El banco en el que
trabajaba Cromwell Gálvez trajo a Lima a Claudia Schiffer. Fue para promocionar
la tarjeta de crédito Visa Oro.Poner a una top model como la imagen de la
campaña publicitaria de un dispositivo creado para el consumo hiperbólico es un
tanto irresponsable. Científicos de la Universidad de Windsor hicieron el
siguiente experimento. Mostraron a un grupo de hombres fotografías de mujeres.
Al otro grupo, no. Luego les ofrecieron a ambos grupos elegir entre recibir
inmediatamente 50 dólares o recibir una cantidad mayor en el futuro. Los
hombres que habían sido expuestos a las fotografías de chicas eligieron los 50
dólares inmediatos en abrumadora mayoría. O sea, los hombres adoptamos
conductas irracionales cuando nos vemos expuestos a la imagen de una mujer. Qué
novedad. No pensamos en el futuro. Cromwell Gálvez no recuerda la llegada de la
modelo alemana, pero sí recuerda el anuncio publicitario en que la Schiffer
promocionaba la tarjeta. Lo recuerda muy bien porque un día, de la nada, le
ofreció la tarjeta dorada a Martha Chuquipiondo, una amiga a quien había
conocido poco tiempo atrás: una mujer menuda, la frente ancha, de pelo largo y negro,
que en el ambiente era conocida como La Mujer Boa: una bailarina que se subía
al escenario con el cuerpo semidesnudo y una culebra rodeándola. Era muy
liberal y ambiciosa. Al parecer, tenía muchas ganas de una tarjeta de crédito.
—Ella se emocionó
mucho. Me dijo que si le conseguía la tarjeta, se acostaba conmigo. Así de
simple, imagínate. Pensé que estaba bromeando. Para mí no era difícil darle
una, por ser empleado del banco. Pero ella hizo la oferta.
Cromwell dice que
La Mujer Boa siempre le pareció una chica extremadamente abierta, y que por eso
no le sorprendió el ofrecimiento. Decidió aprovechar. Su versión: le dio la
tarjeta un martes y a los dos días ya estaban en un hotel. Se hicieron amigos
cariñosos, y se acercaron más cuando Martha sobrevivió a un accidente de avión
que le dejó cicatrices que luego serían descritas en el expediente policial.
Cuando Cromwell empezó a hacer movidas para el desfalco, Martha comenzó a
pedirle préstamos. Fue la que más dinero recibió: 224 mil dólares. Construyó una
casa en una zona campestre, compró una camioneta nueva y se hizo una operación
de aumento de busto. Hubo un factor determinante en que la amistad con Martha
haya sido tan sólida y fructífera: las amigas que ella tenía. La Mujer Boa
estaba en el ambiente, conocía a muchas vedettes. Se convirtió en el contacto
de Cromwell con esas mujeres, es decir, se hizo indispensable. Ella sabía bien
cuál era la debilidad de aquel hombre de billetera gorda. Y un día le presentó
a una atractiva y delgada vedette llamada Maribel Velarde.
Maribel decidió
darme la entrevista en un parque solitario. Llevaba gafas oscuras, un jean que
le sentaba maravillosamente bien, tacos aguja y un polo que dejaba ver su
espalda descubierta. Tenía expresión inofensiva, una mirada infantil que
contrastaba con el cuerpo, un cuerpo trabajosamente contenido en el breve
espacio de su vestimenta. Una imagen que era fácil revestir con la otra imagen
del mismo cuerpo, semidesnudo en ciertas galerías de internet. Cuando nos
encontramos, Cromwell estaba a punto de entregarse, pero aún permanecía
prófugo. Maribel negó haber tenido encuentros sexuales con el ex cajero, sólo
admitió que Cromwell y ella eran amigos.
—¿Coqueteaba
contigo?
—Como cualquier
hombre. Todos tenemos algo de coquetos. Hombres y mujeres. Yo tengo algo de
coqueta. Tú tienes algo de coqueto…
Traté de no perder
la compostura. Años después Cromwell me diría: “Estas chicas saben hacer sus
cosas, son muy hábiles”. A Maribel, la tarde soleada le sentaba bien. Las
líneas negras de dos pegasos en celestial cabalgata definían sus trazos oscuros
en la piel clara de la espalda. En el expediente policial me enteraría de que
ése era sólo uno de los siete tatuajes. Le molestaba hablar de Cromwell. Apenas
alcanzó a decir que el ex empleado bancario parecía un poco tímido, pero eso
era sólo hasta que entraba en confianza. Se encontraron 32 mil dólares en su
cuenta bancaria. Ella dijo que eran por presentaciones privadas, y que no tenía
los recibos correspondientes.
—¿En qué consistían
las presentaciones?
—Hago jugar al
público, coreografías, juegos.
Maribel Velarde
nunca pudo justificar el dinero de su cuenta bancaria. Durante el tiempo en que
había recibido los abonos, ella se compró un auto y un terreno de 200 metros
cuadrados en una zona exclusiva de Lima. Después de haber negado a los cuatro
vientos algún contacto físico con Cromwell, en el juicio se vio obligada a
decir que sí había tenido encuentros sexuales con el ex empleado. Tuvo que
admitirlo pues era lo que más convenía para justificar el dinero recibido. Al
fin y al cabo, no es delito recibir abonos a cambio de servicios íntimos. No es
delito vender tu cuerpo. Aun así, Maribel fue encontrada culpable, pero su pena
fue demasiado leve como para ir a la cárcel.
El futuro llegó sin
avisar, como un tsunami que se camufla en la borrosa quietud del horizonte:
parpadeas y mueres. Cromwell podía olerlo. Objetivamente, no había ningún
contratiempo: las transferencias seguían su silenciosa rutina, dos empleados
habían detectado las irregularidades pero prefirieron ser cómplices:
permanecían con la boca callada a cambio de obtener sus propios beneficios.
Cromwell dice con orgullo que ellos jamás se enteraron de cómo hacía él para
llevar a cabo su jugarreta electrónica. Sólo sabían que sacaba dinero, pero no
la forma. Todo parecía en calma. Pero fue en la segunda mitad de 2002 cuando el
funcionario se dio cuenta de que había prestado demasiado dinero. Según Jorge
Córdova, La Mujer Boa lo presionaba para que él le hiciera depósitos. Había
perdido el control: ya no era él quien ponía las condiciones. Eran ellas. Sus
reuniones con las chicas ya no eran tanto de placer: eran más bien un escape,
una forma de olvidar la gigantesca bomba que cada mañana tenía que desactivar,
como un súbito MacGyver latino. No importaba que se quedara bebiendo hasta las
cuatro de la mañana, al día siguiente debía levantarse a la seis y hacer girar
la máquina invisible. En las reuniones, Cromwell se deprimía con las chicas y
les decía que todo iba a acabarse. Una vez –cuenta– estuvo con Maribel hablando
de eso.
—Chola, creo que mi
reinado se va al diablo.
—¿Qué dices?, ¿por
qué hablas así?
—Porque ustedes no
me van a devolver la plata. Y vas a ver como mañana más tarde me voy a quedar
solo.
—Mentira. Vas a ver
cómo tus amigos van a estar ahí. Yo voy a estar ahí.
Pero nadie estuvo,
naturalmente. En febrero de 2003, un error de rutina comienza a desmoronar el
castillo de naipes. Cromwell Gálvez recibe un cheque de Telefónica, traído por
quien supuestamente era un empleado de la empresa. Siguiendo una práctica
común, deja cobrar el cheque sin pedir los requisitos reglamentarios. Es uno de
los tantos favores que se hacen en la agencia para no complicarse la vida. Pero
el hombre es un estafador. Desaparece del mapa y Telefónica acusa al banco de
negligente. Cromwell Gálvez pierde su trabajo por la falta cometida. Pero sabe
que se viene lo peor.
Y así, al cabo de
cinco años, el banco detectó el desfalco sistemáticamente perpetrado en su
agencia bancaria del aeropuerto. Antes de iniciar acciones penales, llaman a
Cromwell Gálvez y le dan la oportunidad de devolver el dinero robado. Cromwell
Gálvez toma su celular y empieza a hacer llamadas. Es hora de que sus amigas y
amigos respondan por la deuda adquirida, por el dinero que él no dudó en
obsequiarles.
Nadie le contestó.
El ex empleado
bancario se lamenta del mal que hizo mientras bebe un sorbo de cerveza. La
vanidad con la que ha estado hablando de sus habilidades bancarias se ha ido
apagando poco a poco, como un fluorescente antiguo que comienza a parpadear por
el uso. Ahora recuerda la cárcel. Fueron tres años que le enseñaron a
controlarse y estar tranquilo. Una vez que llegó al penal, todos lo respetaron
de inmediato, no sólo debido a su imagen mediática y a la fama de la que venía
precedido, sino también a su habilidad para jugar pelota.
También era rápido
con las manos. Ganó un campeonato de futbolín de mesa. La cárcel tenía una
organización política interna y a Cromwell le tocó estar en la cima.Fue
Delegado de Fiscalización, Delegado de Economía y Delegado General de su pabellón.
Prohibió las apuestas en los deportes, porque eso desvirtuaba el espíritu de
competencia sana. “La gente se quería matar por una moneda”. Conoció a peces
gordos del Grupo Colina –los asesinos paramilitares de la época de Fujimori–, a
los hombres de Montesinos y a timadores, y se refiere a todos como gente de la
que guarda el mejor recuerdo. Conoció también a un colombiano que estafaba a
incautos haciendo depósitos de mentira en cuentas bancarias: eran préstamos
artificiales que aparecían en una pantalla pero que nunca llegaban físicamente.
El hombre cobraba su comisión y se hacía humo. Cromwell habla de él con un
inocultable respeto, aunque apunta que una cosa es trabajar con el respaldo de
una mafia internacional y otra muy distinta es hacer las cosas solo. En la
cárcel donde un día fui a verlo arriesgándome a que me recibiera mal, Cromwell
soportó el adiós de su novia, recibió la noticia de la muerte de su abuelo,
obtuvo su sentencia y recibió la visita de Maribel para la celebración del día
del padre. Ella lo sacó a bailar y le quitó la camisa mientras los otros presos
alentaban el número preparado por la vedette.
A Cromwell Gálvez siempre
le gustaron los números.
En el Prince Pub
Karaoke, una mujer prueba el micrófono y canta muy mal. Cromwell Gálvez dice
que el lugar está igualito, aunque la última vez que yo vine, hace tres años,
alguien había escrito en el baño algo muy feo sobre La Mujer Boa, y eso ya no
está. Una nueva bebida energizante va a entrar al mercado y le han ofrecido un
trabajo de promoción en ventas. Ningún banco le permite abrir una cuenta de
ahorros, aunque Cromwell cree que los bancos no deberían cerrarle las puertas
pues él podría serles útil para detectar las cochinadas internas de sus
empleados. Tiene mucho tiempo libre. Por las tardes entra a internet para
conocer gente. Su página de Hi5 dice: “SOY UNA PERSONA ALEGRE, EMPRENDEDORA, A
LA QUE SIEMPRE LE GUSTA LLEGAR A SUS METAS, ME GUSTA LA MUSICA, EL CINE,
PRACTICO EL DEPORTE, FUTBOL, BÁSQUETBOL, MO ME GUSTA LA NEGATIVIDAD… ME ENCANTAN
LAS MUJERES”. Suele conectarse al MSN con el nick “El trabajo dignifica al
hombre”. Aunque ahora es eso precisamente lo que anda buscando, porque lo que
ha hecho hasta ahora es confeccionar joyas y eso no da para comer: collares,
pulseras, aretes. Son joyas de fantasía.
Las cosas han
cambiado en estos años. Eva María Abad está prófuga y vive en Estados Unidos.
Maribel Velarde fue condenada a libertad condicional, y ha debutado como actriz
en el teatro, mostrando más que tatuajes en la obra Baño de damas. Después de
haber pasado casi tres años huyendo de la justicia, Martha Chuquipiondo se
entregó y está en la cárcel de mujeres del distrito costeño de Chorrillos. Su
salud no es buena. Pesa 47 kilos y vomita lo que come. Desde la prisión, ha
llamado por teléfono a su ex amante Cromwell Gálvez. Quería decirle “Feliz
Navidad”.
Ahora pido la
cuenta. Pago con dólares y me entregan un billete de 20 de vuelto. El local
está oscuro, no veo bien, y en esta ciudad hay que ser desconfiado con los
dólares. Sobre todo en esta zona de casinos y neón. Le doy el billete a
Cromwell. “¿Está bueno?”. Cromwell hace una caricia fugaz con las yemas de los
dedos. Sonríe.
—Está perfecto.
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